Por Silvio Ciappi, professor de criminologia, Italia
Extracto del libro La Nueva Penalidad, Universidad Externado, Bogotá, 2011
Las cuestiones planteadas por los críticos respecto del modelo reparativo, procedentes por lo general de los partidarios del modelo retributivo (Von Hirsh, 2003), se centran fundamentalmente en la vaguedad de los programas reparativos y sobre su supuesta inaplicabilidad en determinados casos límite.
El primer riesgo está dado por la posibilidad que los programas reparativos se integren en los mecanismos de la justicia formal actuando una escisión de fondo (bifurcation) entre autores de delito con ciertas características (como la pertenencia a una determinada raza, extracción social, edad, etc.) para los que se abren las puertas de una justicia soft, mientras que, para otros detenidos (marginales, reincidentes, extranjeros etcétera) el sistema de justicia mantiene un carácter punitivo. En síntesis, el temor es que se revolucione el principio de una justicia igual para todos, en virtud de consideraciones inspiradas por razones de gobierno o por estereotipos de supuesta peligrosidad, según los cuales se justifica o no la oportunidad del recurso a procedimientos alternativos (1).
Al riesgo de la bifurcation se añade, especialmente en Italia, que los programas reparativos en realidad no son instrumentos de resolución alternativa de conflictos, ya que los programas existentes afectan a un número reducido de procedimientos y porque, a menudo, se habla de proyectos de mediación autor-víctima, que es un instrumento reparativo, pero en la actualidad es el instrumento considerado internacionalmente de menor eficacia en el plano de la gestión alternativa de los conflictos (Johnstone y Van Ness, 2007).
Un segundo riesgo se debe, como ha subrayado por Austin y Krisberg (1982), a que los programas de mediación en realidad no hacen más que extender la red de control formal (net-widening), y, en cuanto objeto de resolución de controversias no serían sólo cuestiones penales sino de policía, servicios sociales; los procuradores tenderían a utilizar los programas reparativos también para conflictos de naturaleza no estrictamente penal. En este orden de pensamiento se afirma que esta especie de privatización del derecho penal no garantiza suficientemente los derechos del individuo, primeros entre todos los del autor del delito; sin contar, luego, que también una «condena» de tipo informal puede producir los mismos efectos estigmatizantes de una condena de tipo formal (Trenczek, 1990).
Las críticas que se habían planteado inicialmente a los distintos modelos reparativos correspondían a su escasa utilidad en los casos de delitos graves, aunque en los últimos años muchas limitaciones en este sentido se han abandonado (2). En definitiva, si es cierto que el modelo reparativo nace para responder a las necesidades de la víctima, también es cierto que proteger a la víctima significa también proteger su libertad de decisión evitando que ésta sea determinada por presiones de cualquier naturaleza. Críticas en este sentido se han planteado respecto a la aplicación de instrumentos reparativos en los casos de domestic violence, sobre todo cuando éstos se refieren a episodios de violencia entre cónyuges; lo que preocupa es que en el seno de la mediación se sacrifican en nombre de la paz y de la armonía familiar, los derechos de quien ha sufrido efectivamente un delito: en el celo de buscar un acuerdo satisfactorio entre las partes, la mujer puede ser empujada a secundar su agresor para no provocar más violencia; el efecto principal de la mediación sería por lo tanto la adecuación de la víctima a las necesidades y a las demandas de su agresor (Lerman, 1984; Stallone, 1984).
Una ulterior crítica dirigida al modelo reparativo es la falta de un objetivo concreto y determinado: a veces su atención se pone en la satisfacción de las necesidades de la víctima, otras sobre la reeducación del autor del delito, otras aún sobre la disminución del trabajo de los tribunales. Se afirma en realidad, que el fin de la justicia reparativa es pedagógico, considerado peligrosamente ajeno a la lógica del derecho penal (Duff, 2001). Otras críticas al modelo insisten que de una verdadera reparación se puede hablar sólo cuando los actores del conflicto proceden de contextos sociales cohesionados, de tipo comunitario, donde la percepción del sentido de vergüenza surgido de la desaprobación de una comunidad significativa puede servir de resorte para una actividad reparativa; cuando, en cambio, ese sentido de desaprobación comunitaria falta, porque falta una comunidad significativa de referencia, y por lo tanto en contextos caracterizados por estructuras escasamente reparativas en el plano social, la reparación termina no alcanzando los efectos deseados (Skogan, 2003).
Por ser un modelo ‘alternativo’ de justicia, el modelo reparativo no debe ser entendido como un modelo pedagógico destinado a la mejora individual y al reconocimiento del otro. Debe servir como modelo de justicia que plantea como objetivo la reducción de la conflictividad, la predisposición de instrumentos utilizables en la evaluación de la disminución del riesgo de reoffending, la oferta a la víctima de instrumentos concretos de reparación del daño. Es por este motivo que cualquier instrumento de justicia reparativa debe encargarse de la evaluación de sus propios resultados en términos de reducción de la reincidencia, de mejora de la calidad de vida y de la seguridad dentro de una comunidad determinada. En síntesis el sistema alternativo de justicia penal debe compartir los fines generales del sistema justicia. Por este motivo debe revestir una importancia y una importancia intrasistémica para que se coloque permanentemente y sea valorado dentro de los sistemas de justicia formal: el riesgo que se corre es que quede como un accesorio bonito, un elemento simbólico pero inútil, sobre casos esporádicos y cuestiones que pueden ser tratadas por el jurista y por el operador con cortesía pero con sustancial indiferencia (una especie de modelo ‘aristocrático’ de justicia penal que selecciona pocas determinadas personas que han cometido sólo algunos determinados delitos).
Una última crítica se refiere al concepto de ‘comunidad’ considerado fundamental sustrato ideológico de las prácticas reparativas. El riesgo es el de considerar la comunidad donde ocurre el conflicto como una entidad homogénea, donde se cree poder anular las diferencias mediante su relativización dentro de un horizonte de valores no conflictivos, que impone la forma de las relaciones sociales, la confrontación, la reparación, el sentido de culpa. Con frecuencia, estas comunidades mezcladas son más ilusorias que reales. A menudo el sentido profundo del ‘nosotros’, del vínculo social y del solidarismo de la protección de las diferencias, es patrimonio sólo de contextos comunitarios fuertes (de algunos grupos religiosos, ideológicos, partidistas que buscan dimensiones integristas), en el cual los bienes comunitarios están establecidos coercitivamente a priori. En muchos casos, los grupos sociales se mueven según lógicas sin nombre, individualistas, segmentadas, que, en el mejor de casos, responden a la específica comunidad de referencia y no encabezados por la conciencia de una afiliación común y solidaria según una koinè de valores comunes e identidad. La comunidad, la comunidad ideologizada, asumida como categoría de mediación política de los conflictos sociales y de la relatividad de las culturas, concebida como una realidad ontológica, constituye el otro límite filosófico de las teorías sobre la justicia comunitaria.
El modelo de justicia reparativa, aunque autoriza un cierto optimismo, presenta por lo tanto límites a nuestro dictamen no fácilmente manejables; hoy en día el modelo reparativo parece adaptarse a la perfección sólo para ciertos tipos de delitos es decir a los delitos de menor gravedad, donde la identificación del reo es ciertamente más fácil y donde la víctima puede desempeñar un papel realmente primario en el seno de la mediación; para estos tipos de delitos la literatura es casi unánime cuando afirma el éxito de este enfoque. Este es un resultado significativo, porque son precisamente los delitos de menor gravedad (la ‘micro criminalidad’ o ‘criminalidad difusa’) la que más influye en la vida cotidiana. El recurso a técnicas de mediación para delitos de menor gravedad, y pensamos en los delitos de robo, a los daños, a los delitos callejeros (Street crimes), podría abrir la posibilidad de reducir la carga de trabajo judicial reduciendo al mínimo la necesidad de imponer sufrimientos legales para necesidades de control social (Christie, 1982), mediante la reducción, pero no la abolición, del área de intervención del sistema penal y de la pena carcelaria. Sin embargo, quedan fuertes dudas sobre la extensión de este tipo de justicia a los delitos graves, a los delitos de delincuencia organizada y a delitos especiales como los White collar crimes, delitos en que, además de los intereses de la víctima, entran realmente en juego insuprimibles intereses generales de protección de la colectividad.
Lo que en realidad ha fracasado en los tres sistemas de justicia penal son los presupuestos, el ofrecer a priori remedios para todos los males, soluciones válidas y definitivas, ancladas a grandes filosofías humanas, a los grandes progresos de la ciencia, ignorando que la realidad es demasiado compleja para dejarse avasallar por las grandes síntesis que lo interpretan todo. Por otro lado la idea de una justicia reparativa es cosa antigua. La encontramos los escritos de Raffaele Garofalo, de Enrico Ferri, de Melchiorre Gioia, de Herbert Spencer. Es sobre todo Raffaele Garofalo (1884:17) en su libro dedicado a la reparación de las víctimas del delito quien afirma la necesidad del ‘volver a poner las cosas, en lo posible, en su estado anterior, es decir reparar el daño producido por el delito’. Cierto, en esa óptica, reparar quería decir, hacer algo para las víctimas, aun dentro de una concepción ‘positivista! de la retribución, en la cual la reparación constituía un referente de valorización de la víctima.
Es, en cambio, desde la primera mitad de los años setenta que la justicia reparativa comienza a coincidir con propósitos más generales sobre la pretensión punitiva del Estado, y a plantearse por lo tanto, por un lado respaldada por los movimientos abolicionistas que hacen referencia más o menos indirectamente a criminólogos críticos, como ‘modelo’. Justicia reparativa versus retributiva, versus justicia tratamental. Tres modelos que pertenecen a tres distintas formas verbales del actuar: castigar, curar, mediar.
El tema es por lo tanto de apremiante actualidad también porque nace y se afirma en virtud de las carencias de los otros dos modelos, por así decir, clásicos de justicia penal, el retributivo y el rehabilitativo, modelos que han, en el primer caso, demostrado su impotencia en llevar a cabo una acción de cohibición de la alarma y del control social, en el segundo caso en ofrecer instrumentos válidos de predicción de peligrosidad social, del reoffending, de la reincidencia (relapse prevention).
El riesgo metodológico y epistemológico del que tener miedo es el de la modelización, es decir, de la reducción a modelo estas prácticas de mediación. Es decir la configuración de prácticas de mediación y de justicia reparativa precisamente como ‘modelo’. Por modelo se entiende generalmente la simplificación de una estructura de la que pretende ser, precisamente, modelo (Robilant, 1968). Ahora el término modelo quiere precisamente ser estructura-ejemplo de algo que ya existe: se puede decir que en un modelo retributivo el fin debería ser la disuasión, que en un modelo rehabilitativo el tratamiento del detenido, etcétera. En todos estos casos la elaboración de un modelo se inscribe en un horizonte metodológico prescriptivo que nos dice qué contenido la justicia debe tener, cuales los fines, cuales los propósitos.
En este sentido hablar de ‘modelo’ de justicia reparativa como descripción de lo existente es utilizar una metáfora para describir lo que es una plétora de prácticas y de buenas intenciones a menudo no coherentes entre sí. No sólo: en algunos casos no resulta claro a la magistratura (en particular la de menores) el papel que la mediación puede tener, cuántos y cuáles casos puede utilizar mediante ella, confinando con frecuencia esta práctica a una forma de resolución de microconflictos, que encuentran, luego, en las formas jurídicas de diversion su resolución procesal. Más vale entonces, se sostiene, prescindir de la mediación. Además es escasa la utilización del instrumento reparativo, por lo que se refiere a los menores, que parece ser la tendencia de crecimiento de la población penal y penitenciaria italiana: los menores extranjeros en el sector de justicia penal de menores constituyen el punto debil de esta tendencia causada por una concepción del derecho penal y del control social más inspirada a lógicas de seguridad que a formas soft de gestión del control (Ciappi, 2006). En este caso, para que se pueda hablar de modelo reparativo, es necesario ‘liberar’ las prácticas de justicia reparativa de su restringido nicho de aplicación y ponerlas como ‘modelo’ crítico precisamente de una justicia penal que está cada vez más absolviendo en primer lugar (no sólo en Italia sino un poco en todas las democracias liberales de occidente) las funciones -no propias- de respuesta a cuestiones de carácter social (Wacquant, 2003). O bien se podría más simplemente decir que estas prácticas no se plantean como un modelo descriptivo, que son universos dialécticos, que tienen su lógica no siempre ni necesariamente, susceptible de modelización.
(1) Algunos estudios señalan (para todos Hudson y Galaway, 1980) como la mayor parte de los sujetos admitidos a los programas de mediación, son de raza blanca y pertenecen a la middle-class, mientras que sólo rara vez la admisión ha abarcado a sujetos pertenecientes a minorías étnicas.
(2) Esta limitación parece criticable en cuanto la naturaleza de un modelo creado principalmente para satisfacer las necesidades de la víctima toma en cuenta su voluntad, también en caso de delitos más graves. Se considera que no tienen base las limitaciones legislativas de elegibilidad a los programas de mediación basados en el criterio de la gravedad del delito; al respecto hay que observar como la evaluación de la víctima alrededor de la gravedad de un hecho, no siempre corresponde al orden de gravedad legalmente establecido y que, por tanto es la víctima quien decide qué considera más justo hacer, si participar en un programa reparativo o depender del aparato judicial tradicional.